lunes, 6 de julio de 2015

El barco del horror (Interludio, 2015)

Lunes 6 de julio de 2015. Recibo un Whatsapp de mi amigo Jose, que dice: 

"En 1947 dos barcos estadounidenses recibieron llamadas de auxilio de un miembro identificado como parte de la tripulación de la nave holandesa Ourang Medan. El interlocutor declaraba que necesitaba ayuda y que gran parte de la tripulación estaba muerta. Los mensajes se acumularon y se fueron haciendo más bizarros terminando en uno que simplemente decía "Yo muero". Al llegar la ayuda, encontraron ek Ourang Medan en perfectas condiciones pero a la tripulación entera, muerta y en posiciones extrañas y con las caras en expresión de horror. Cuando empezaron a remolcarlo, el barco explotó y se hundió. ¿Qué pasó en el barco? Relato breve de ficción de cuatro páginas máximo."

Jose me conoce bien, demasiado bien. Y sabe que no hay nada en la vida que me seduzca más que un reto. Así que, me he liado la manta a la cabeza y, me he dicho, ¡adelante! Claro que Jose me pedía un relato de terror y creo que no me ha salido ni de lejos... y es que odio el terror, no soy capaz de ver películas y/o series ni de leer nada que luego me impida dormir... así que, ahí os dejo lo que he escrito. No sé si me gusta o me espeluzna, creo que más bien lo segundo, pero quiero dejar constancia de lo primero que se me ha venido a la cabeza. Y es que, una vez más, la cabra tira al monte...

***



Yo, Pulau Weh, en mi lecho de muerte, donde nada tengo que temer ya, quiero dejar escrita la historia del SS Ourang Medan, del que sobreviví milagrosamente, sin que nadie lo haya sabido hasta ahora, y cuyo siniestro destino he callado por miedo…

Junio de 1947.
Estrecho de Malaca.
12:45 hora local.
Pulau Weh, el cocinero indonesio del SS Ourang Medan, llama a cantina.
Hoy se celebra Vlaggetjesdag, el Día de las Banderitas, la tradicional fiesta holandesa del arenque. Claro que, en aquellas aguas, difícilmente va a encontrar arenques, así que ayer echó sus redes al mar y consiguió dos estupendas piezas de formidable tamaño. Casi dos metros de pez que, convenientemente limpio y eviscerado, ha sido puesto en salmuera toda la noche. Ha picado cebolla, ha cortado una generosa ración de pepinillos encurtidos y, ¡listo! Seguro que Geert, su orondo jefe de cocina, se sentiría orgulloso de él, un simple pinche, en su primer viaje, que desconoce todo del oficio, pero ha sido capaz de suplirle desde que, hace cinco días, sufriera un severo corte en el abdomen, mientras despiezaba la ternera adquirida en el último puerto, y hubiera de quedarse en el hospital local.  

Va colocando las botellas de aguardiente y ginebra mientras la tripulación, holandesa en su mayoría, emite sonoros gruñidos de aclamación… “¡haring!”, les oye gritar, entusiasmados… bien, parece que su apuesta va a dar el pego… Todos, desde el capitán hasta el último de los grumetes, dan generosa cuenta de su ración, trasegada con abundantes dosis de bebida. Los ánimos se soflaman, alguien saca un acordeón y comienzan los cánticos y las risotadas. Al poco, la fiesta prosigue en cubierta, donde se suceden las canciones y los bailes, cada vez más precarios, pues todos están borrachos como cubas.

Pulau Weh aprovecha para recoger los restos de la comilona mientras va deglutiendo su ración habitual de arroz, acompañada de aguardiente. Un día es un día, piensa, ha triunfado con su menú y, ¡qué menos!, va a celebrarlo. Ya tiene todo listo y repulido cuando oye las primeras voces en cubierta. Voces contundentes que no consigue reconocer ni entender… Sube de dos en dos las escaleras y, al salir por la escotilla, el espectáculo que observa no puede ser más aterrador…

Doce tipos desarrapados, cubiertos de légamo, pasean a sus anchas entre una tripulación beoda e incapaz de reaccionar. Al fijarse en detalle, Weh observa, espantado, que muchos de esos tipos no son más que simples calaveras. Algunos conservan parte del rostro, carcomido por larvas que entran y salen por una de las cuencas sin ojo; otros sujetan sus vísceras con las falanges desnudas; uno, en concreto, el que parece al mando, va a tomar la palabra cuando, al descolgar el desnudo maxilar inferior, sale una babosa de enormes dimensiones, que cae a cubierta, para espanto de todos los allí presentes. Recuperado del trance, comienza a hablar, en un idioma que Weh no es capaz de entender:


-        Yo, frey García Jofre de Loaísa, Comendador de la Orden de San Juan, Capitán General de la Armada de la Especiería, Gobernador de las islas del Maluco, en virtud de las atribuciones que me fueron dadas por mi emperador y señor Don Carlos, rey de todas las Españas e Islas y Tierra Firme del Mar Océano, tomo posesión de la presente nave. Sabed que sois hechos prisioneros y que sobre vos recaerá toda la justicia civil y criminal que yo detento.

-           Señor Comendador, a buena fe que gastan trazas diabólicas, ¿no creéis? 

-     Caballero Elcano, ¿acaso no habéis notado que son herejes luteranos? Vive Dios que estáis perdiendo facultades, que parece mentira que circunnavegaseis por vez primera el globo y no seáis capaz de oler el azufre de Satanás que desprenden sus cuerpos…

-             Señor Comendador, no habéis perdido ojo para los enemigos de nuestro Señor…

-       Caballero Elcano, ¡enemigos de Dios y de la Patria! Ahí los tenéis, malditos holandeses, bellacos imitadores… ¡demasiado benévolo fue mi primo don Fernando con ellos! A fuer que debía haberlos arrasado como Atila, no dejando hierba fértil a su paso.

-          ¿Don Fernando, decís?

-          Si, señor mío, Don Fernando Álvarez de Toledo, el Gran Duque de Alba. Que más aprenderíais en nuestras interminables estancias eternas si os sentaseis a platicar con los Grandes de nuestra Historia en lugar de andar zascandileando detrás de mulatonas de henchidas ubres. ¡Dejadme de chanzas!, que hay mucho trabajo por hacer. ¡A ver! ¡Pascualico! Vuesa madre es flamenca, ¿cierto?

-          Así es, mi Señor.

-          ¿Seréis capaz de haceros entender por estos herejes luteranos?

-          Lo intentaré, señor Comendador.

-          Bien, pues,… ¡traducid! Sepades, malditos traidores, que habéis sido emplazados al juicio de Dios. Vuestros herejes ojos no van a ver la luz del próximo día, como corresponde a todos los incautos que osan comer barracuda. El veneno ya está circulando por vuestras venas. Seréis presa de terribles dolores, de la más dolorosa de todas las muertes. Ése, y no otro, es el destino de los enemigos del mayor imperio que alcanzó a ver la humanidad. Un imperio que os habéis encargado de vilipendiar y zaherir durante siglos, como si no os debieseis a su sabiduría y diestro conocimiento del arte de navegar. Nos vemos en el infierno, ¡malnacidos!


Dicho lo cual, aquella siniestra compaña de muertos vivos descendió por el casco del barco, sumergiéndose en las plácidas aguas del Índico. Tal y como había presagiado quien hacía llamarse “Comendador”, al poco comenzaron los síntomas. Las toxinas mortales se habían extendido por su organismo. Calambres, hormigueos y dolores musculares fueron seguidos de una intensa fatiga, trastornos del equilibrio y taquicardias. Y justo, cuando el pecho parecía que iba a estallarles, en la noche tranquila y serena, se abrieron los cielos, se desplegó la corte celestial, con sus nueve coros angélicos, y cuatro dominaciones, cuatro guerreros de Dios, descendieron con sus espadas, abriendo las aguas del mar, arrastrando en ellas las ánimas de aquellos impíos pecadores a lo más profundo de los infiernos abismales.

A la mañana siguiente, la ayuda solicitada por un aterrorizado Weh, que había observado, impávido, tan sobrenatural hecatombe, encontró el Ourang Medan en perfectas condiciones. La tripulación, sin embargo, yacía muerta, en extrañas posiciones y con el horror reflejado en sus rostros. Cuando se iniciaron las labores de remolque, el barco explotó y se hundió. Cundió el rumor que todo había sido debido a una carga de ácido sulfúrico mal transportada, que había liberado gases tóxicos, provocando la muerte de todos los tripulantes. Nadie recordaba, sin embargo, que quien surcaba aquellos mares se exponía al juicio de Dios, en forma de implacables caballeros españoles que habían dado sus vidas en nombre del Altísimo. Un Altísimo que había dividido el mundo en dos mitades: la oriental, para portugueses; la occidental, para castellanos. Una división que, quinientos años después, seguía vigente: ningún tribunal, divino o humano, había derogado tal ley.


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