sábado, 4 de julio de 2015

1666. El año de la bestia

La creencia judeocristiana en un Final de los Tiempos, literalmente concebido como tal, o interpretado como el inicio de una nueva Edad de Oro después de la destrucción de la cultura humana, ha sido una expectativa característica de la cultura occidental. Desde hace más de veinte siglos no ha habido ninguna época que no haya estado pendiente de las profecías que lo anuncian.



"Ví un ángel que bajaba del cielo; tenía en la mano la llave del abismo y una gran cadena. Prendió al dragón, la antigua serpiente (que es el diablo, Satanás), lo encadenó por mil años, lo arrojó al abismo, que cerró y selló después, para que no pudiese seducir más a las naciones hasta que no se cumpliesen los mil años, después de los cuales debe ser soltado por poco tiempo" (Apocalipsis). A lo largo de la historia cristiana el milenarismo se ha asociado, tradicionalmente, al año 1000, si bien se han detectado movimientos apocalípticos en todos los siglos. Especialmente destacado fue el año 1666, señalado por católicos, protestantes y judíos como el verdadero fin del mundo: el auténtico Año de la Bestia que profetizó San Juan en su Apocalipsis.

Los signos anunciadores

Al término del siglo XVI y comienzos del XVII, muchos pensadores religiosos, sobre todo en los países protestantes de Europa, empezaron a sospechar que los acontecimientos que estaban ocurriendo ante sus ojos correspondían al principio del milenio, al regreso de Cristo como Mesías político y al comienzo de su reinado en la Tierra, que había de ser precedido o bien seguido por el Juicio Final, cuando se salvarían los auténticos creyentes. Diversos hechos políticos fueron interpretados como señales de que Dios estaba actuando en la Historia y allanando el camino a los gloriosos acontecimientos del Milenio profetizado: el declive del todopoderoso Imperio Hispánico a manos de potencias emergentes como Inglaterra y Holanda, el final de la Guerra de los Treinta Años o la unión de las coronas inglesa y escocesa, tras siglos de sangrientas batallas, fueron algunos de los hechos históricos considerados como "signos de los tiempos". Esta nueva manera de describir los símbolos y profecías de las Escrituras, especialmente el Libro de Daniel y el Apocalipsis, relacionándolos con personajes e instituciones históricas, hizo que se considerasen los acontecimientos políticos y sociales de la época como los últimos pasos que se darían antes del advenimiento del Milenio y el establecimiento de la "Quinta Monarquía" pronosticada por Daniel, que conllevaría a la identificación y derrocamiento del Anticristo, la reunión de todas las verdaderas iglesias cristianas, la conversión de los judíos, la reaparición de las Tribus Perdidas de Israel, la reconstrucción del Templo de Jerusalén y el restablecimiento de los judíos en Tierra Santa.

La Nueva Israel

Varios países se consideraron como la Nueva Israel, en la que ocurrirían los decisivos acontecimientos providenciales. De todos ellos destaca, con fuerza propia, Inglaterra. Poco después de la derrota de la Armada Invencible y de las primeras victorias de las fuerzas rebeldes holandesas contra España, varios escritores religiosos empezaron a elaborar teorías milenaristas a partir de la lectura de San Juan. Destacan, entre otros, el escocés John Napier, autor de Descubrimiento del significado de la revelación de San Juan (Edimburgo, 1593) y el inglés exiliado en Holanda Thomas Brightman, que escribió La revelacion de San Juan ilustrada (Londres, 1644). Las autoridades protestantes de la época consideraron que la expresión milenarista era peligrosa y subersiva para la sociedad establecida. Por ello, no se permitió que las obras más importantes sobre el tema fueran impresas en Inglaterra hasta el principio de la revolución puritana.

Cuando los puritanos subieron al poder, en 1640, aparecieron toda clase de milenaristas en Inglaterra, profetizando abiertamente la llegada del Reino de Dios en la Tierra y la "Quinta Monarquía". Especialmente importantes fueron, en los primeros momentos, las obras de Francis Potter y Joseph Mede. Potter, autor de Una interpretación del número 666 (Oxford, 1642), mostraba, mediante cálculos matemáticos, que la cifra 666 que lleva en la cabeza la Bestia en el Apocalipsis era, en realidad, la dirección del Obispo de Roma. Mede, profesor en Cambridge desde 1603, combinó las profecías que aparecían en Daniel y en el Apocalipsis para llegar a la conclusión de que el milenio empezaría 1260 años después de la caída del Imperio Romano. Sólo quedaba, por tanto, determinar exactamente cuándo había caído Roma. En tiempos de Mede se consideraba que este acontecimiento había tenido lugar alrededor del 400 d.C. En consecuencia, los creyentes se convencieron que no faltaba mucho ya para el fin de los días.

Simultáneamente a los cálculos que proliferaban en Inglaterra, en las diversas comunidades de judíos dispersas por toda Europa crecía la convicción de que Dios enviaría pronto al Mesías y les redimiría, después de sus muchas tragedias. En 1290 habían sido expulsados de Inglaterra, en 1492, de España; cinco años más tarde, de Portugal. Ciertos cálculos cabalísticos les hacían esperar que esta redención, en forma de advenimiento del Mesías, ocurriría en 1648. Por desdicha, lo que ocurrió fue el peor progromo en la historia de la Europa oriental antes de Hitler: cientos de miles de judíos fueron masacrados, violados y robados en Polonia y Ucrania. Fue esta terrible circunstancia la que parece haber causado entre algunos judíos una reconsideración del curso de la historia divina y un nuevo cálculo de cuándo ocurriría su redención: 1666 fue considerada entonces la fecha decisiva. También en este año concurrían los dos números más vinculados a la doctrina milenarista cristiana: el 1000 y el 666, más conocido como el número de la Bestia, la marca del Anticristo. Todos los números utilizados en el Apocalipsis de San Juan tenían, para exégetas y estudiosos, un significado específico. Así, el 2 se utilizaba para dar solidez, para reforzar; el 3, como símbolo de perfección; el 7 significaba plenitud, mientras que el 6, uno menos que el 7, era símbolo de imperfección. Por tanto, 666 (tres veces 6) sólo podía significar la imperfección absoluta. De ahí que fuera identificado como un símbolo del mal. 

En este estado de cosas, llegó la noticia de la llegada del Mesías a la Tierra. ¿Quién era? Se trataba de un judío místico de Esmirna, llamado Sabbatai Zevi (1626-1676), estudioso de la Cábala que, en 1648, se proclamó a sí mismo el nuevo Mesias, anunciando el milenio para el año 1666. Tras años de estudios, salió de Esmirna en 1651 y viajó por tierras griegas, palestinas y egipcias, difundiendo sus prédicas y consiguiendo multitud de seguidores.

La influencia de Zevi no se circunscribió al Oriente Próximo. Su movimiento mesiánico ha pasado a la historia como el único que fue capaz de aglutinar, en torno suyo, a todas las comunidades judías, desde Inglaterra a Persia, desde Alemania a Marruecos, y desde Polonia a Yemen, todos los judíos estaban convencidos de que Zevi era el verdadero Mesías pues hacía cosas que sólo estaban reservadas a ese Salvador largo tiempo esperado. Modificó el ritual judío; declaró que su cumpleaños, el noveno día del mes de Ab, tradicionalmente celebrado como un sombrío día de ayuno que conmemoraba la caída del primer y segundo Templo y la expulsión de España de los judíos, sería un día festivo; nombró como nuevos reyes de la Tierra a un grupo de sus amigos y seguidores... En lugar de ser visto como un demente, Sabbatai Zevi fue aceptado por la mayoría de la población judía mundial, entre ellos, los judíos de Amsterdam, la colonia europea más poderosa de aquella época. La fama de Zevi fue tal que el sultán turco puso a su disposición un castillo en los Dardanelos. Allí, el supuesto Mesías recibió, como si de un monarca se tratase, a pregrinos judíos llegados de todas partes del mundo. Entre ellos, se encontraba un rabino polaco, quien pronto llegó a la conclusión de que Sabbatai era un impostor, no dudando en comunicarlo a las autoridades turcas. Fue entonces cuando el sultán mandó comparecer ante él a Zevi y le exigió que efectuase una prueba para ver si era el verdadero Mesías: sus arqueros dispararían flechas contra él. Si era el enviado de Dios, detendría las flechas en el aire. Fue en ese mismo momento cuando Sabbatai renunció a todas sus pretensiones mesiánicas y se convirtió al Islam, ejerciendo como funcionario de segunda clase en el imperio otomano. La actitud de Zevi provocó un tremendo escándalo en la comunidad judía: muchos de sus partidarios fueron obligados a renunciar a sus creencias, si bien la mayoría siguieron siendo partidarios secretos de Zevi hasta comienzos del siglo XVIII.

Su caso no fue único. Tras el desastre del movimiento sabatiano, ocurrió una secuela, centrada esta vez en el danés Oliger Pauli, que aspiraba a ser reconocido como Mesías. Este hombre afirmaba ser descendiente de Abraham y tener un abuelo judío. Reunió a un grupo de rabinos y pretendió que los gobernantes del mundo le aceptaran como Enviado. Su principal propagandista fue Moses Germanus, un rabino de Amsterdam que había comenzado su carrera intelectual como católico alemán, estudiando con los jesuitas, para volverse posteriormente luterano, luego menonita y más tarde protestante radical, antes de convertirse al judaísmo y trasladarse a Amterdam.

La peste y el incendio

La ciudad de Londres, cuna de muchas de las propuestas milenaristas observadas en el segundo tercio del siglo XVII, fue también trágica protagonista de algunos acontecimientos que bien parecían apuntar a un inmediato fin del mundo.
En 1665 se desataba la conocida como Gran Peste, la última epidemia de peste bubónica en los anales de la Humanidad. La enfermedad se transmitió a través de las ratas. En pocos días enfermaron muchos habitantes de la ciudad y de sus alrededores. A los seis meses, la mitad de la población había muerto o huido, para escapar del terrible flagelo. En total, hubo más de cien mil muertos. Cuando el temporal bubónico parecía perder fuerza, un fuego iniciado en la madrugada del domingo 2 de septiembre de 1666, en una panadería, desataba los peores presagios. Aunque la causa exacta no se conoce, y problablemente no llegue a clarificarse nunca, es posible que el encargado de la panadería King, un pequeño negocio ubicado cerca del puente de Londres, hubiese olvidado apagar los hornos donde se cocía el pan, dejando las puertas del mismo abiertas. Una chispa pudo bastar para encender un trozo de manteca, propagándose a continuación al resto del edificio. En unos momentos, las llamas salían de la panadería y se extendían a las construcciones vecinas. En dos horas el fuego estaba fuera de control, sin que pudiera hacerse nada para detener su avance. Las bombas con los equipos extintores resultaron inútiles y la mezcla de llamas y humo obligó a gran parte de la población a arrojarse a las aguas del Támesis como única salida. Cuando el fuego se extinguió, cuatro días más tarde, sólo una tercera parte de Londres quedaba en pie: el resto era sólo cenizas. El siniestro destrozó más de trece mil casas, mató a varios miles de personas y dejó a otras cien mil sin hogar. Conocido como el Gran Incendio, la ciudad de Londres vivió atemorizada por el posible final de la historia: eran demasiadas desgracias en un corto período de tiempo.

El fatídico año 1666 no había traído "el final de los tiempos", pero sí se habían manifestado con todo su rigor dos de los jinetes del Apocalipsis de San Juan: la Peste y la Muerte.
 
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Artículo publicado, originalmente, en Año Cero, mayo de 2004. 




La fuente de inspiración para este texto fue la lectura de El viaje de Baldassare (2000), de Amin Maalouf, que narra las aventuras del comerciante Baldassare Embriaco por todo el Mediterráneo, en busca de un libro que será clave para detener todos los malos augurios focalizados en el 1666. Viaje que le lleva hasta el mismo Londres, en los momentos previos al Gran Incendio.

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